28 de julio de 2010

Día de luto en Pakistán


La tragedia vuelve a sacudir Pakistán. Esta vez disfrazada de catástrofe aérea. La densa nube de niebla que cubría el cielo de Pakistán terminó con la vida de 152 personas tras estrellarse  un avión de la compañía Airblue procedente de Karachi que se precipitó contra una ladera de las montañas de Margalla.
 
Pese a los esfuerzos empleados para rescatar a los seis únicos pasajeros que habían sobrevivido milagrosamente al accidente, la noticia del fallecimiento de los heridos a pocas horas de la colisión conmocionó al pueblo paquistaní y las lágrimas de los familiares y amigos tiñeron de desesperación la capital de Islamabad.

Mientras toda la prensa permanecía a la espera de nuevas actualizaciones,  las familias de las víctimas no dejaban de llegar a las puertas del Hospital PIM. Las caras de preocupación se amontonaban mientras las ambulancias vomitaban los restos mortales de los pasajeros.     
Hasim yace sentado solo en el suelo. Por unos instantes se cobija de todos menos de su dolor. Sus lágrimas recorren sus mejillas, mientras mantiene la vista perdida entre el ruido de las ambulancias. En los charcos de la lluvia se refleja un torrente de personas ansiosas y temerosas de las noticias.    
El reloj no deja de correr y un murmullo callado se apodera de todos los presentes. “No hay supervivientes. Han muerto todos”, explica un periodista local mientras los familiares no podían reprimir las lágrimas. Y añade: “todavía no consigo explicarme cómo ha podido suceder esto. No puedo quitarme las últimas palabras de una mujer de sesenta y cinco años cuando la trasladaban al hospital: avisar a mi familia. Después sólo hubo silencio; se apagó.  
Minutos después de conocerse  accidente aéreo,  el aeropuerto permanecía colapsado mientras los trabajadores de la compañía, junto con los efectivos policiales,  intentaban tranquilizar a los familiares de las víctimas. Margalla Hills, el lugar del siniestro  era fuertemente blindado con medidas de seguridad. Sus verdes praderas daban paso a un océano de incertidumbre.     
 El continuo fluir de las ambulancias presagiaba lo inevitable mientras de la densa vegetación continuaba bullendo una columna de humo que indicaba el lugar en el que se había estrellado el avión.  
 Las últimas investigaciones apuntan a que las adversas condiciones climatológicas fueron los desencadenantes de la catástrofe.     
Pese a que ciento cincuenta equipos de rescate  fueron enviados al lugar del siniestro, las duras condiciones del terreno y la frondosidad de los árboles dificultaron las labores de evacuación al ver imposible cómo los helicópteros no podían aterrizar.  
   

17 de julio de 2010

Swat después de la operación


A mediados de Julio de 2009, el coronel Akhtar Abbas, jefe de relaciones públicas del ejército paquistaní en el valle de Swat, hizo público que, tras dos años de control talibán, la zona, por fin, estaba libre. El mandato del clérigo radical Fazlullah, -el Mulá FM- dio a su fin tras la toma de la localidad ribereña de Shamozai, el último bastión talibán. La bandera verde de Pakistán volvió a estar izada, pero más de un millón de desplazados y 2.220 huérfanos seguían olvidados. 


La ofensiva de Swat, la mayor operación militar en los últimos años, provocó un éxodo masivo de personas. Durante los tres meses de operación, dos millones de desplazados internos de Swat, Buner y Alto Dir, se refugiaron en los campamentos de Nowshera, Mardan, Charsadda, y Swabi, distritos fuera de la zona de conflicto. Desde el 2008, los habitantes del antiguo pulmón turístico de Pakistán convivieron con las medidas draconianas del Mulá FM: se cerraron las escuelas para niñas, anunciaron en la radio el castigo para las mujeres que no llevaran la burka y prohibieron a los hombres afeitarse la barba.


“Un día los talibanes me sacaron de la cama a la hora de la oración. Golpearon fuertemente la puerta e irrumpieron en mi casa. La próxima vez que te encontremos sin cumplir con los deberes de la oración te mataremos” recuerda un habitante de Shamozai. Al igual que sus vecinos, recuerda con terror los dos años de control talibán.


“ Los talibán se hicieron con el control de la zona. Y los militares hicieron el resto. Perdí mi casa cuando un misil del ejército impactó por “error” en ella. Todavía estoy esperando la ridícula ayuda del gobierno” explica Sadiq Mohammad.



Un año después, las consecuencias de la guerra todavía sigue noqueando a sus habitantes. Los edificios son testigos sin voz que evocan los feroces combates que reflejan la crisis humanitaria derivada de la violencia. Los esqueletos de las viviendas se pierden entre el recuerdo del terror mientras las castigadas escuelas aplican parches de extrema unción para intentar sacar a flote la esperanza.


La historia de Aman-e-Rum nos traslada al momento en que las balas dejan paso a la ausencia de la pérdida. Sus recién cumplidos seis años se camuflan entre su mirada consciente y adulta de lo que ha vivido. Su padre Rashidullah fue un combatiente talibán que murió en un ataque aéreo del éjército paquistaní, en plena ofensiva contra la insurgencia en el Valle de Swat, en mayo de 2009. 


 Tras la muerte de su padre, Aman fue abandonado a su suerte. La madre del niño se marchó de Tehsil Kabal –bastión talibán- para casarse con otro hombre en Multán, en la provincia de Punjab. El pequeño caminó durante horas hacia ninguna parte hasta que fue recogido por un camión en el que viajaban familias que se vieron forzadas a huir para ponerse a salvo de los combates. 


 “La educación de los huérfanos es un gran problema en Pakistán, ya que a partir de los diez años no son admitidos en los colegios estatales. Es intolerable que el Gobierno les niegue a los huérfanos la posibilidad de recibir una formación” explica Naem Ullah, el director de Parwarish, centro que brinda educación y alojamiento desde noviembre de 2009 a los huérfanos de la guerra. Tras regresar de un campo de refugiados y observar el páramo de desolación que había dejado la operación, decidió apostar por el futuro de los niños de la guerra. Si bien los últimos asesinatos selectivos de líderes tribales paquistaníes y los últimos ataques suicidas del mes de julio han vuelto a hacer saltar las alarmas, la historia de los conflictos se vuelve a repetir y ancla en el olvido a las víctimas civiles que luchan por sobrevivir y sobreponerse al dolor. 


13 de julio de 2010

Esclavos del siglo XXI


Una densa nube de humo, hollín y sequedad se entremezcla entre las hileras de chimeneas que se ierguen a lo largo de las afueras de Islamabad. La tierra desprende un calor abrasador mientras las alargadas sombras que proyectan recuerdan a castillos quijotescos que se protegen en el horizonte. Los ladrillos poco a poco comienzan a tomar forma. 


 Unas manos agrietadas por las altas temperaturas apilan una montaña mientras unos niños tiran de unos burros cargados con la pesada carga a sus espaldas. Las entrañas de la tierra vomitan géiseres altivos de llamas. La edad no importa. Los terratenientes quieren que se salden las deudas, el cómo  o quién realice la tarea no es de gran importancia, la producción de ladrillos tiene que seguir en marcha.


Las fábricas de ladrillos se extienden a lo largo de todo Pakistán, como la pobreza que acompaña a sus trabajadores. Las familias, encadenados con grilletes invisibles de anquilosada servidumbre pertenecen a los estratos más bajos de la sociedad paquistaní. 


La mayoría son nómadas anónimos que sobreviven muy por debajo del umbral de la pobreza. Sin electricidad ni agua corriente, viven en humildes chamizos cercanos a las chimeneas.


“ La situación de los trabajadores de ladrillos cada día se empeora más. Pese a que lograron manifestarse hace un año por sus derechos, no ha cambiado nada. Son esclavos del siglo XXI”, explica Lyacat, abogado incansable de DDHH.


Rashid lleva toda su vida trabajando catorce horas al día, seis días a la semana, 500 ladrillos por jornada. Al igual que muchos paquistaníes, vaga de fábrica en fábrica buscando un trabajo y así pagar sus deudas. Carente de cualquier tipo de contrato legal, sabe que no podrá enviar a sus hijos a la escuela.  


El escaso salario que le deja el terrateniente impide que vislumbre un futuro más optimista aunque no pierde la esperanza. “ No tengo otra opción. Tengo que seguir trabajando, mi familia me necesita” comenta Rashid mientras vuelve a su puesto de trabajo. De nuevo tiene que ponerse a trabajar, la producción no puede parar. El humo no se puede apagar.