16 de agosto de 2011

Quemarse vivas para huir del infierno


Unos gritos de dolor se escurren entre las paredes del hospital Herat rebotando en hueco.  Una melodía fúnebre se repite en cada esquina, sin pausa ni interrupción: el dolor anega hasta el último rincón del centro hospitalario recordando a los visitantes la trágica situación que encierran estos muros y que reflejan el legado de oscurantismo de la era talibán, ya pasada pero todavía presente y arraigada en la sociedad afgana. Desde 2003, el hospital de Herat ha visto cómo cerca de mil mujeres han intentado quitarse la vida quemándose vivas para escapar de su martirio. En lo que llevamos de 2011, 36 nuevas pacientes han irrumpido en el centro. Misma historia, mismo dolor…
Unos ojos vidriosos mantienen la vista clavados en un cuerpo encerrado en vendas que ocultan un legado de dolor. Dina, de 17 años ha ingresado hace menos de dos horas en la unidad de quemados de este hospital afgano. Se ha intentado quitar la vida rociándose con gasolina y prendiéndose fuego. “La obligaron a casarse hace cinco años pero su marido nunca la aceptó. De hecho no llegaron a convivir ni una sola noche. Su padre le preguntó que había hecho para que su marido la repudiase de esa manera… y decidió quitarse la vida”, narra Mohammad Aref Jalali, responsable de la unidad de quemados del hospital de Herat.  Hace unas horas, Dina regresó a su casa, alicaída. Sin mediar palabra, la joven entró a la cocina tomó un bidón de fuel y meticulosamente se encerró en su cuarto para no levantar sospecha. La vergüenza de haber sido rechaza por el marido y la deshonra familiar se antepuso a la racionalidad. La chica se roció el cuerpo con gasolina y prendió una cerilla. Afortunadamente, su hermana llegó a tiempo, apagó con una manta el fuego y horas más tarde, la llevaron al hospital.
“Muchas me piden que las ayude a morir… Pero mi función es la de salvar vidas, no quitarlas”, confiesa Mohammad Aref Jalali, responsable de la unidad de quemados del hospital de Herat. “Tengo una gran pena en mi corazón por ver la situación de la mujer en Afganistán, nadie hace nada por las mujeres en este país”. “Por favor, ayuden a las mujeres afganas, por favor”  suplica Mohammad
Hace unos meses Hillary Clinton anunció que la situación de la mujer en Afganistán se había revertido, pero lejos de las buenas intenciones con propósitos electoralistas,  y con la vista puesta en la retirada de las tropas del suelo afgano, la realidad todavía recuerda la frágil situación de la mujer. La burka no es el principal problema para ellas sino la cárcel de la retrógrada mentalidad afgana anclada en un pasado cultural no tan lejano. 
En Afganistán todos los matrimonios son concertados. El de Zahara no fue la excepción. Las familias se ponen de acuerdo y casan a sus hijos por meras cuestiones económicas. El hombre tiene la obligación de pagar una dote por la mujer - entre 3000 y 5000 dólares- en un país donde el sueldo medio no llega a los tres dólares diarios. Los que pueden permitirse pagar esa dote se deberán casar con una chica a la que no conocen de nada y a la que, en el mejor de los casos, han visto una vez en su vida.
Zahara sujeta entre sus manos una foto familiar dentro de su casa. Tiene 22 años, el rostro desfigurado y una herida interna que nunca dejará de sangrar. Fue vendida por su tío cuando tenía 17 años a un vecino por unos 1000 dólares. “Era muy infeliz. Mi marido se enfadaba mucho y siempre me trataba mal”,  explica Zahara. 
Desesperada fue a pedirle consejo al mulá de la mezquita de su barrio porque quería divorciarse. “Él mismo me dio una garrafa de gasolina y las cerillas para que me quemara viva”, declara horrorizada. Apenas sale del zulo en el que vive, con su madre de 75 años, una casa de adobe sin luz ni agua, dentro de la parcela de su tío.
Sakine Jalal-e-Din, de 17 años, escapó con su novio de casa de sus padres porque la obligaron a casarse con otro hombre de 45 años. La policía los encontró al día siguiente cuando intentaban cruzar la frontera para ir a Irán. Ahora, Sakine cumple condena de tres años en el Centro de Rehabilitación Juvenil de Herat por un delito de adulterio. La joven y su novio mantenían una relación en secreto desde hacía tiempo y Sakine estaba embarazada. El bebé nació hace unos tres meses en la penitenciaría. Cuando una mujer pasa la noche fuera de casa se considera un delito de adulterio;  diez años de intervencionismo internacional han dejado de manifiesto que todavía queda un largo camino por recorrer a la mujer.

15 de agosto de 2011

Contra las cuerdas

El sonido de unos puñetazos impactando en unos sacos de boxeo parece despertar del pequeño letargo a los pacientes kabulíes que esperan el final del ayuno del Ramadán. Una ráfaga de sonidos se entremezcla entre el gimnasio destartalado que albergan las antiguas gradas del Estadio Ghazi, testigo sin voz de las ejecuciones por lapidación durante el oscuro legado de la era talibán. Por unos instantes la rabia acumulada de la pérdida se torna en esperanza. Cada golpe se trasforma en un revés contra el horror, cada gota de sudor derramada reescribe las páginas de una historia reinventada.

Shabnam, de 18 años, lleva cuatro años enfundándose unos guantes de boxeo. Es una de las veinticinco chicas que acuden tres veces por semana al Estadio. El objetivo, convertirse en una boxeadora profesional en un país marcado por más de treinta años de guerra y el legado conservacionista y patriarcal que los talibans inocularon en la sociedad diez años atrás.  La mirada de Shabnam refleja  la llama de cambio que Afganistán necesita para despertar del letargo. Es una de las cuatro candidatas, junto con sus hermanas, Fátima, Sadaf y Shudufa, a participar en los Juegos Olímpicos de Londres 2012 representando a Afganistán. 

“Con la ayuda de Dios traeré una medalla”, aspira la joven boxeadora mientras critica la situación que tiene que vivir como mujer a diario. “ Todavía las niñas se ven presionadas a abandonar la escuela y las obligan a casarse muy jóvenes. La práctica del deporte todavía sigue siendo un “privilegio” reservado a unos pocos.

Una hilera de jóvenes mujeres se yerguen pacientes a la espera de las instrucciones del entrenador.  El pitido del silbato rompe de facto la disciplina “castrense” que se respira en el gimnasio. El ruido de las zapatillas trotando  por el lúgubre espacio deportivo se refleja en la luna de los espejos. Las más tímidas se echan las manos al velo. El continuo movimiento ha puesto al descubierto sus cabellos. 

Los golpes se repiten una y otra vez. Los guantes azules impactan sin descanso cortando la respiración del “punch”.
“Uno, dos, tres, respira, cúbrete y lanza un izquierdazo directo al ángulo vacío que se destapa” grita Mohammad Sabir Sharifi, ex boxeador profesional que entrena a las chicas. A pesar de las amenazas recibidas,  Sabir tiene la misión de prepararlas para la cita olímpica. 
“Tengo miedo de las represalias. Me han amenazado en un par de ocasiones, unos tipos que me reconocieron en la calle”, advierte el entrenador que denuncia “las escasas medidas de seguridad en el club” en un momento en el que el país vive una nueva oleada de violencia. “Sólo las familias de clase social alta apoyan y alientan a sus hijas a que hagan deporte. El resto, está en contra”, concluye Sabir.

Shahayla, de 14 años, es la más joven del grupo y gracias al apoyo de su familia puede venir al Estadio para entrenarse. El pañuelo blanco que cubre su rostro y los guantes no son suficientes para ocultar su tierna inocencia. “Aunque cuento con el apoyo de mis padres, jamás se me permitiría abandonar el país para ir a competir a los juegos olímpicos”, explica con resignación la joven.

Han pasado 15 años desde que el régimen del Mulá Omar extendiese su legado draconiano prohibiendo hacer deporte a la mujer y privándola del trabajo y de la vida pública amparándose en la ley islámica (ley Sharia). 
No obstante, la situación  de la mujer en Afganistán todavía sigue siendo la asignatura pendiente del gobierno pro occidental de Hamid Karzai, que ve como la sociedad afgana continua reinventado los fantasmas no tal olvidados del oscurantismo talibán que continua encerrando en jaulas de azul turquesa,  de árida tierra y miradas perdidas  las esperanzas de la mujer en Afganistán.